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EL HOMBRE Y LA MÁQUINA

enero de 2014

Nadie puede dudar que estamos en la era tecnológica. Los aparatos, las máquinas, los ingenios, los descubrimientos están mejorando y alargando la vida de los humanos. Pero como todas las armas “blancas” tiene su doble filo. Ya de entrada se podría poner en tela de juicio que el humano tenga en su punto de mira cuando investiga, inventa y sobre todo financia, el bien de la humanidad. La importancia de la rentabilidad a corto plazo, la publicidad eficaz (cuando no engañosa), los sistemas de producción, buscan casi en exclusiva y sin miramientos ganar dinero. Estos planteamientos globales producen distorsiones tales como ver tribus y asentamientos africanos sin los servicios elementales de agua, de higiene, de asistencia sanitaria, pero con televisión donde admirar la felicidad del mundo desarrollado. Me siento absolutamente perplejo cuando contemplo en los medios esa retahíla de subsaharianos sin otro equipaje que su móvil, cruzando el desierto durante la noche como una procesión de luciérnagas. Cuando escribo estas líneas me golpea el alma esta noticia: en los hospitales de Gaza los médicos han podido continuar sus intervenciones durante los apagones de luz propiciados por los ataques israelíes, gracias a los destellos de los móviles de pacientes y familiares. Aquí no hay seres humanos ni ciudadanos, TODOS somos simples consumidores. Son significativas las declaraciones del delegado de Bayern: “no creamos este medicamento (anticancerígeno Nexavar) para los indios, sino para los occidentales que pueden pagarlo”
Pero en nuestro mundo occidental en el que por cierto no todos, ni mucho menos, podemos pagarnos determinados tratamientos, ni ser atendidos con la prontitud y disponibilidad exigibles por nuestra igualdad ante la ley, el consumismo tecnológico está produciendo unos daños colaterales nada despreciables. Cierto es que nadie nos obliga a comprar y a consumir, pero desde el poder se propicia toda clase de artimañas (programas educativos, control -vía chantaje comercial- de los medios de comunicación, desregulaciones, incentivaciones varias…) para trasformar los ciudadanos en súbditos, en consumidores compulsivos, en seguidores irracionales de la moda, en esclavos de la tendencia, en fieles practicantes del usar y tirar, en adictos a la homogeneización y homologación. Se repudia a las ovejas o garbanzos “negros”, se condena lo políticamente incorrecto, se tacha de raro y friki al que se empeña en ser demodé o alternativo, se desconfía de los insumisos, librepensadores y “protestantes”, se reparten carnets de patriotismo, se impone el servilismo informativo, se funciona a base de argumentario, se confunde la información con la publicidad, se rentabilizan y espolean los sentimientos menos humanos (odio, venganza, prepotencia, desprecio, marginación, ostracismo, racismo, sexismo…).
Qué sociedad se está urdiendo con estos mimbres? Subo al tren o al autobús y ¿qué veo? Exceptuado algún rarillo que piensa, intenta dormir o lee algo, el resto trabaja la pantalla táctil o platica tontamente, por lo general, a través del móvil. Escucho la radio y me informan de los “virales” del día y me quedo estupefacto, como diría el ínclito Marhuenda. Entro en Internet para consultar la prensa digital y veo la lista de trending topics (ranking definitorio de la estupidez) y me entero de lo que es un “meme”(unidad de memez). Y ya no os digo nada si reviso mi e-mail porque el uno y la otra y los de más allá me invitan a “agregarme” a su grupo de Facebook o twitter .
¿Qué nos pasa en esta aldea global? Parece ser que la estupidez es demasiado frecuente y abundante en nuestra especie. Cómo se entiende si no que sean visitados y retwiteados por centenares de miles o millones de internautas de todas las latitudes y longitudes, videos tan estúpidos. La irracionalidad no se ha reducido significativamente desde los primeros “homininos” que pintaban en las cuevas. Hemos cambiado de ecosistema, de herramientas, de “aplicaciones”, de iconas. Pero seguimos malgastando las neuronas, y le extraemos poco rendimiento al cubicaje cerebral. ¿Hay tanta distancia entre el homo sapiens y el homo cañetus? Si escudriñamos en las leyendas de la historia humana, en las prácticas de brujería, en las liturgias religiosas guionizadas con lenguajes muchas veces ocultos, en la analfabetización masiva de pueblos y sociedades programadas por el poder (válvulas de escape -pan y circo-, vulgarización de la base social, sacralización de las banderas desplegadas…), podemos decir que no hemos avanzado en demasía. Los comportamientos del consumismo, la obsesión por la imagen, la imperiosa necesidad de ser alguien en el mercado, de competir por ver quién la tiene más larga (la gilipollez), la manía de grabarlo TODO (por más banal y estúpido que sea) en nuestro iPhone y difundirlo a los cuatro vientos, nos están volviendo a la vulnerabilidad y precariedad de tiempos muy pasados.
Vivimos hacia fuera, en el escaparate, haciendo auto-stop por todas las rutas digitales. Adictos al WhatsApp nos olvidamos de registrar en el alma y la memoria momentos vividos intensamente, paisajes “encantadores”, testimonios hondamente vitales. La vida nos resbala por la piel y se nos va por la yema de los dedos. Habitamos en la inmediatez, fluimos a borbotones, avanzamos a impulsos y los deseos siempre son urgentes e incontenibles. Lo primario y espontáneo son los raíles por donde se desliza nuestro tren de vida expuestos por tanto al descarrilamiento del descontrol, de la desproporción, de la visceralidad, al no respetar las balizas del autocontrol, de la reflexión, de la racionalidad y el respeto. Se alega a veces que así nuestras relaciones ganan en frescura, espontaneidad y sinceridad. Pero lo que estamos haciendo, sin ser conscientes del riesgo, es desnudarnos ante un público que no podemos controlar porque se agazapa en el anonimato, ventilar nuestras vergüenzas, debilidades, gustos, proyectos, deseos y necesidades.
Demasiadas cartas desveladas a nuestros posibles enemigos, a los cazadores de tendencias, a los chantajistas vengativos, a ladrones diversos y acosadores de oficio del más variado pelaje. ¿Es buena receta y signo de progresismo sustituir el contacto de la piel de la presencia corporal por la tecnología, el vis a vis por la digitalización y el plasma, el boca-oreja por el teclado, el vivo y en directo por el YouTube, el nombre de “pila” por el nombre de “guerra”, la conversación por el “muro”, la amistad y la vecindad por el ranking de “agregados”, el valor y el arte probados y depurados por el mágico trending topic? ¿Son las redes sociales un entramado de conexiones neuronales o una malla para pescar merluzos y besugos que sobreviven entre dos aguas y en caladeros incontrolados? En esta sociedad de la competitividad, de la globalización y de la proliferación de las más sofisticadas “armas” de destrucción masiva, la lucha por definir nuestra área personal, de salvar nuestra identidad y singularidad, de mantener los niveles suficientes de autoestima, deriva a much@s hacia el egoísmo, a la egolatría y al divismo (de low cost o de marca): la fiebre por los “selfi” (autoretratos), la incontinencia en la publicidad de nuestro “perfil”, la obsesión por que Google nos reconozca y si es posible Wikipedia nos dedique una página…Estamos en oferta perpetua promocionando nuestro muestrario de intimidades, ocurrencias, obsesiones, derias, filias y fobias, debilidades y flaquezas… No sólo renunciamos a nuestro derecho a la intimidad, sino que mostramos miedo (tal vez pavor) a encontrarnos solos frente a nosotros mismos. ¿Por qué si no tenemos que estar permanentemente móvil en ristre, localizables y conectados? Estamos más pendientes de dar la imagen, de epatar y responder a las expectativas que creemos que los demás tienen sobre nosotros, que de ser lo que somos, de disfrutarnos, de sentirnos vivos, de compartir lo que tenemos con quienes nos quieren probadamente.
Más que nunca el tiempo es oro. Así que lo primero y primordial es “ganar tiempo”: a veces, desgraciadamente, por exigencias de este neoliberalismo salvaje, pero otras muchas por poder consumir alocadamente y por encima de nuestras posibilidades, obsesionados por cumplir los cánones que marca la publicidad Hemos abdicado en los mercadosque son quienes nos marcan hasta la manera de cómo tenemos que ser felices.
Seguramente estamos ante el viejo, y nunca resuelto, conflicto entre el hombre y la máquina.