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FELICIDAD LOW COST

abril de 2017

Desde algunos círculos ascético-religiosos se denuncia la deriva del mundo moderno hacia el hedonismo: se hace una condena radical de la búsqueda del placer, de la resolución gratificante de las pulsiones. Cuántas veces se recurre a la ley “natural” para condenar determinadas prácticas que no encajan en una moral prediseñada por unos dioses y profetas mortificantes y a veces sádicos: prohibir algo derivado de un deseo innato no deja en buen lugar al Creador.

Es a mi entender evidente que el proyecto vital del ser humano desde que nace hasta la muerte es vivir bien: disfrutar, gozar, sentirse a gusto, ser consciente del propio bene-plácito. Pero el asunto tiene su intrígulis: ¿Dónde está el placer, cuánto somos capaces de apostar por conseguirlo, cómo gestionamos el descenso (o caída) de la curva placentera?

Tal vez debiéramos reflexionar sobre la satisfacción en la primera infancia para acotar los márgenes entre los que quizás debiéramos conducir nuestras aguas en la vida adulta. Ya Freud nos describió los encantos de la fase oral y anal. Todos conocemos la expresividad complaciente del niño estimulado por un sonajero, sus placidez en el regazo seguro de sus padres, su sonrisa ante el rostro reconocido, su fruición al corretear sin ir a ninguna parte disfrutando del placer de correr por correr y afirmar su autonomía. El niño sólo llora cuando está a disgusto: es su alarma contra el mal vivir. El infante es un “bon vivant” pertinaz, intolerante al displacer y la frustración. Pero su ámbito experimental se reduce al mínimo vital, a lo naturalmente imprescindible sin contaminación medioambiental. Atiende tan sólo a la necesidad pura y dura.

¿Qué ocurre cuando llegamos a la edad adulta? La educación y la convivencia van alargando y añadiendo brazos y más brazos a esta hidra humana presuntamente omniapetente. Bueno es que la humanidad no se limite a mantener la vida dentro de los parámetros de la pura supervivencia, sino que aspire a vivir con dignidad. Nuestra capacidad mental nos ha permitido superar y enriquecer las necesidades: matar el hambre se ha transformado en gastronomía, la reproducción en erotismo, el gregarismo en vida social pluridimensional. Hemos decidido no dejar los avatares de la vida en manos de los dioses (“lo que Dios quiera”), sino que hemos desarrollado la medicina, la seguridad social, la educación obligatoria y el derecho, UNICEF…y estamos peleando por una eutanasia que nos dignifique.

Pero este largo camino que nos ha permitido ampliar nuestros horizontes parece haber traspasado  fronteras razonables pasando a los dominios del consumismo, del culto a la imagen, de la moda y la tendencia absolutista, del exhibicionismo internáutico y del código top 10. Estamos en riesgo de no decidir por nosotros mismos el número y volumen de nuestras necesidades, la jerarquía de nuestros valores, la consistencia de nuestra autonomía, la conveniencia de saciar las apetencias a toda costa y al instante. No vivimos como queremos, sino como nos constriñe el mercado. No hacemos lo que nos rota sino lo que mola. No nos esmeramos en perfilar fielmente nuestro autorretrato sino que pretendemos dar la imagen que de nosotros esperan los que nos rodean. No vivimos a nuestro aire sino que pululamos en la atmósfera en la que los poderes (políticos, económicos, sociológicos, religiosos, virtuales…) nos encapsulan. Pretendemos autoafirmarnos vistiendo gregariamente, consumiendo ocios acordes con los standares publicitarios, luchando contra frustraciones originadas por la quiebra de los desiderátums que el establishment nos ha inyectado en vena. Nos han creado necesidades por encima de nuestras posibilidades lo que nos somete a un ritmo vital que nuestro sistema neuronal no puede aguantar. Nuestro organismo está preparado para disparar hasta niveles insospechados todos los resortes exigidos por la supervivencia en situación límite. Pero en momentos puntuales de vital importancia. No entendemos (o no queremos entender) que nuestro cuerpo y nuestra psique no están dotados para el estado permanente  de estrés, para vivir a tope jornada tras jornada a golpe de adrenalina (o prótesis química en su defecto).

Es evidente por razones de tiempo y exigencias económicas que precisamos tasar y medir nuestras necesidades si no queremos encadenar ansiedades y quebrantos. Por otra parte cuanto más apetecemos menos dependemos de nosotros mismos. Es el juego entre ser y poseer. “Tanto vales cuanto tienes” –se nos murmura insistentemente. Y entonces el ansia por posesionar  y el miedo a perderlo constituyen la trama y la urdimbre de nuestro tejido anímico. No hay tregua ni paz. La satisfacción basada en el consumismo nos impone un ritmo frenético y progresivamente acelerado. Hay que devorar tanto que es imposible saborear, hay que hacer tanto por calles y plazas públicas que tan sólo regresamos a nuestro hogar para pernoctar (hasta en sueños nos imaginamos fuera de nosotros mismos). Vivimos en la intemperie, no gozamos de cuanto tenemos por ansia de lo que esperamos, nos desenvolvemos a impulsos del complejo de Diógenes, se nos borra la frontera que separa lo necesario de lo imprescindible. Nuestra palanca tiene su punto de apoyo en las cosas, en las afueras, en las sensaciones fuertes, en lo macro, lo mega y lo súper. Sólo el subidón da sentido a nuestra vida, inconscientes de que el vitagrama es ondulante y a veces plano.  Esperando al AVE de larga distancia dejamos pasar los trenes de cercanías que nos pueden aproximar al sol de cada día, al retiro de las cosas pequeñas, a la exquisitez de los sentimientos elementales. Jugamos a la gallinita ciega empeñados en dar palos al agua.

Al pasar por delante de un establecimiento de servicios estéticos me sorprendió, por ser yo de naturaleza “sospechosa”, un cartel publicitario: “Cuida tu imagen”. Lo importante no es cuidarTE, sino cultivar la cáscara. No importa lo que haya de puertas adentro, lo que cuenta es lo que ven tus vecinos a partir del rellano. No se trata de proyectarte como eres y como quieres ser, la cuestión está en dar la imagen de lo que los otros piden y esperan de ti. La modernidad está en la piel, en los complementos, en el móvil de ultimísima generación, en los ecosistemas en que nos insertamos. La reflexión y la conversación son usos y costumbres de carcas porque el progreso y la vida está bajo el plumaje del pajarito azul. Es la hora de la globalización: si quieres ser alguien ventila tu vida por wash up, hazte viral, transfórmate en youtuber editor de vidas de película (rosa, morbosa, truculenta, rompedora…). La amistad circula por las redes, no se nutre del roce y la mirada. No hay espacio para la intimidad, el sosiego, la consciencia de que la vida nos fluye por el cuerpo hasta irrigarnos el espíritu. Nuestra cotidianeidad es espectáculo a veces cabaretero y sainetesco.

Por otra parte nos acucia la urgencia. Todo nos apremia. No hay dilación de tiempo entre la imaginación o el deseo y la realidad gratificante. Las satisfacciones han de estar a clic de ratón, a la velocidad de la fibra óptica. Hasta nuestros pensares concebidos a bote pronto nos queman en la mente como incontenible volcán que se desangra por la lava twitera. La espera es una tortura, la sazón no es ritmo para nuestras frutas. Necesitamos la posverdad porque nuestra hambre informativa no permite que la masa fermente y el horno esté para bollos. Ya no estamos por la labor de ob-tener información, sino de consumir información. Esta acuciante desazón ante la tardanza o incumplimiento de las expectativas “creadas” nos aboca a frustraciones sin cuento, nos amarga la existencia y nos coloca al borde del colapso emocional.

¿Somos felices? ¿Podemos ser felices? Ortega nos diría que todo depende del color de cristal con que lo mires. Tiendo a ser optimista y por tanto creo que podemos hacer de nuestras vidas algo que valga la pena. Con dos condiciones. 1ª: que el motor esté en nuestro corazón, que el sistema eléctrico arranque de nuestra placa neuronal y que nuestra autonomía cubra un buen kilometraje. 2ª: que tengamos sentido de la realidad. Deja que el entorno te enriquezca y proponte enriquecerlo. Dótate de ósmosis selectiva: vitaminas sí, toxinas no. Quiérete y déjate querer, vive y deja vivir. Ama y soporta que no te quieran. Recoge sólo las piezas de la vida que encajen en tu puzle. Acomoda tus pasos al grafismo de tu cardiograma, no a la ley de supermán: “camina o revienta”. Es tan poco lo que se necesita para que arranques a cantar en la amanecida: “Como el sol de la mañana yo soy libre, como el mar”. Rompamos amarras y zarpemos rumbo a altamar muy ligeros de equipaje.