<- Volver

NAVEGAR ENTRE DOS AGUAS

enero de 2018

Dicen, cuentan, nos explican que somos animales sociales. También comprobamos que  desarrollamos actitudes gregarias por encima de nuestras conveniencias. Somos historia, hilo genético, rama que cada primavera extiende las puntas de nuestro árbol genealógico. Es decir que todo apunta a que somos seres convexos, con nuestra esfera pulimentada a fin de  que converjan en su superficie las miradas, la luz, las ondas, el tiempo y los espacios, adaptativamente encorvados de modo que puedan acomodarse a nuestra redondez. Queremos ser reconocidos, envidiados, incluso odiados porque de esa manera tenemos la certificación de que existimos. Desventrados en nuestra estricta desnudez, nos lanzamos a la calle como exhibicionistas de gabardina desabotonada permanentemente. Tanto enseñas tanto vales. Tu densidad se mide por los metros cúbicos de seguidores. Si no eres influencer no eres nadie, si no tienes washap eres un muerto viviente, si no mantienes el cordón umbilical con tu móvil serás un nonato abortado de muy difícil supervivencia. Pivotamos  sobre nuestro entorno.

En consecuencia se nos educa para la adaptación, se nos configura para la permanente provisionalidad de lo que se lleva, se nos vacuna contra el virus  del ridículo, se nos alimenta con el lácteo de lo políticamente correcto, se nos muscula según las pautas de lo que se lleva: de lo cool, de lo in, de lo hispter… Si nos preguntasen quiénes somos responderíamos con la galería de selfis de nuestro celular. Nuestro carnet de identidad es el tatuaje expedido en las mil y una oficinas de nuestra piel. La libertad es entendida como la capacidad de escoger el rebaño que nos pinta mejor (le llaman tribu). Ni por asomo nos planteamos que tal vez el libre albedrío incluya la posibilidad de escapar del redil, de definirnos como oveja negra, o iniciar la aventura de la oveja descarriada.

Tenemos la palanca de nuestra personalidad con el punto de apoyo más allá de nuestra periferia. Somos sicóticamente dependientes vitales y sobre todo emocionales. Tenemos anclada nuestra tienda en pradera ajena. Hablamos con multitud de agregados diseminados por la faz de la tierra pero no tenemos tiempo de un vis a vis con nosotros mismos. Es en la gregariedad del último grito donde nos sentimos vivos. Lo que mola y lo que peta es la única adrenalina que nos pone en pie y nos activa. No creamos disparates para uso personal sino exclusivamente para exportar al mercado de twitter y you-Tube. Nos alimentamos de refritos  de reenvío sin probar no sea que notemos que lleva especias de fake nwes. Molécula indisociable del cuerpo social somos incapaces de gestionar nuestros átomos. Encontrar-se  solo es padecer la soledad.

El objetivo de nuestras vidas debería ser la felicidad. Es fácil estar de acuerdo en este punto. Pero el nudo gordiano del asunto está en cómo atamos nuestras cuerdas para que el lazo sea suficientemente resistente de modo que podamos mantenernos suspendidos en esta azarosa polea de nuestra humanidad. Somos seres únicos , si bien seres sociales. Hay ligaduras ancestrales que nos conectan como garantía de la supervivencia de la especie. Pero nuestro desarrollo neuronal nos hace conscientes del yo (y también del ego). Por eso nuestra existencia pivota  sobre dos pilares. Como entes sociales (más o menos sociables) somos capaces de la compasión, de la solidaridad, del reconocimiento del derecho ajeno. Pero también nos apoyamos sobre el pie del egoísmo, del egocentrismo, de la autocomplacencia del supremacismo, de la animalidad alfa, del deseo de pervivir eternamente como un eslabón inoxidable de la cadena humana.

Ciertamente la educación escolar y familiar en general navega entre dos aguas, más sobre la cresta de la ola que en las corrientes profundas: somos seres sociales, lo cual no quiere decir gregarios. Pero nuestra dimensión social tiene que alimentarse del reconocimiento de la unicidad del otro y la posibilidad de consonancia de nuestros diapasones. O al menos acordando interpretar la misma pieza. Eso de amar a los demás como a nosotros mismos tiene su miga. Da a entender que inicialmente nos conocemos  y reconocemos a nosotros mismos, advertimos nuestras debilidades y fortalezas y por eso o a pesar de eso nos amamos. Nuestra relación con el resto de humanos no es más que un ejercicio de traslación. Pero esta comunicación, esta com-pasión, este altruismo en ninguna manera ha de desquiciarnos. Sólo así  las puertas giran sin rechinar.

Necesitamos de los demás, mas no debemos ser dependientes de los otros. Podemos y debemos compartir ideas, placeres o temores, pero la última palabra debe ser nuestra. Formamos parte de una comunidad pero no de una grey. Aunque sepamos a dónde va Vicente nosotros  debemos ser amos de nuestros pasos. Las tendencias no pueden ser ejes gravitatorios de nuestra personalidad. Cuando pensemos cubrir nuestra desnudez no escojamos en el armario lo que se lleva sino lo que nos sienta bien. Puestos a cuidar cuidémonos sin ser esclavos de nuestra imagen (lo que quieren ver los otros en nosotros). Sepamos dar de beber al sediento sin agotar el caudal de nuestro venero. Es resbaladizo el suelo de quien afirma su identidad y seguridad en la necesidad que los demás tienen de ti: es arriesgado sentirte imprescindible.

A veces vivimos una situación paradójica: nos configuramos centrífugos pero no en la consideración de expandir la riqueza de nuestro yo sino como propuesta de mercado. Nos convertimos en producto a vender sin demasiada exquisitez en la certificación de calidad. Lo único importante es estar en el mercado: no importa la ridiculez, la vacuidad, el disparate. Nuestra vida es un serial  difundido en streaming, tenemos el prurito de aparecer en todos los geolocalizadores. Para que nuestras propias vivencias nos sean digeribles han de ser conocidas y testimoniadas. Hemos dejado de ser un habitáculo para convertirnos en escaparate. Pero incluso dentro de nuestro propio foro somos más realizadores que actores: estamos más pendientes de la grabación que de la vivencia del personaje. Trasladamos el archivo de la memoria vivencial a la galería de imágenes de exposición.

Las religiones por razones diversas y en perspectivas variadas han basculado el placer y la plenitud en el ámbito comunitario, ofreciendo a veces el esperpento de conllevar y tolerar la miseria y la pobreza porque servía de razón de ser de la caridad de los justos (Teresa de Calcuta).Han enaltecido la mística de sacrificarse por los demás confundiendo o trasmutando justicia y compasión. Sublimar el dolor puede ser una terapia útil pero no puede ser una filosofía de vida. La vida animal en la que estamos encardinados nos muestra que el gozo y la satisfacción son el pentagrama en el que se anhela escribir nuestra partitura. Para los humanos, por añadidura,  si nuestros personales arpegios encajan en un complejo orquestal la satisfacción es espasmódica.

Vistas así las cosas parece un error que la pedagogía no haya tenido una unidad didáctica dedicada a la soledad. No nos han enseñado a vivirnos, a ser robinsones, a saltar sobre las cosas y los acontecimientos agarrados y apoyados  en la robustez y flexibilidad de nuestra personal pértiga. Se ha exaltado en exceso la actividad, la mística del frenesí, la heroicidad de ir a tope, el atrevimiento de caminar sobre los límites. Y no hemos tenido tiempo o valentía para explorar los territorios del aburrimiento. Nos aterroriza no saber qué hacer por defecto, nos desagrada vernos de brazos cruzados, desocupados voluntarios sin otro plan que sentir las pulsaciones de nuestro corazón, que tener  la clara conciencia de lo que es respirar, que comprobar que nuestros músculos se estiran y se aflojan, que descubrir que sin esqueleto todo se nos vendría abajo. Es preciso saber que es falso que tenemos cuerpo porque la verdad es que somos cuerpo. El cuerpo no nos condiciona, nos posibilita. Solo por el cuerpo somos conscientes de nosotros mismos y somos capaces de concebir el mundo. Entender que vivimos en un chaflán que da a dos calles nos permitirá regular la luz y la ventilación de un hogar acogedor en el que refugiar nuestra intimidad y de vez en cuando invitar a nuestra gente a pasar una velada memorable.