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SER NIÑO EN TIEMPOS DIFÍCILES

mayo de 2017

Sé que fui niño. Y me siento feliz recordándolo. Todo sucedió allá por  la montaña leonesa en la Capital del Señorío de las Arrimadas denominada Lugar de Barrillos. Eran los tiempos de la postguerra. Se vivía con muchas estrecheces, pero en donde no llegaba la peseta arrancaba imparable la imaginación. Y volaba tan alto y corría tan veloz que nos transportaba por los espacios de la felicidad al ritmo de las estaciones aprovechando todos los resquicios que las apreturas y las prematuras obligaciones nos permitían. Sólo una sombra oscura, siniestra y violenta nos recortaba las alas sin por ello llegar a impedirnos planear a altura suficiente como para sentir que no lograba amargarnos la niñez. Era una sotana negra de la que sobresalían unas manos regordetas muy prestas al guantazo y una cara a veces burlona y otras iracunda que nunca sonreía, sólo sabía reír con complejo de superioridad y tonalidades hirientes. Pero más allá de las Misas y fuera del  circuito del Rosario, había vida, existían los sueños y las diabluras eran posibles y contagiosas. Arranca el proyector y se ilumina la pantalla.

Jugué al aro aunque no era fácil conseguirlo (¡qué cotizados eran los baldes!), al hinco compitiendo sádicamente por los tapines, al salto del burro sin caer en la tentación de jollarse, a las gomas de suela de calzado poniendo en riego nuestras reservas de billetes de tren o cajas de cerillas, a las canicas variopintas, a la pelota de trapo hecha con moqueros, a los equilibrios del castro marcado por las losas del portal de la Ermita, a los bolos para sentirnos mayores, a la rodaja fabricada con las tapas de las latas de escabeche, a hacer virguerías con la peonza, a apostar a la ruleta “digital” de pura artesanía navajil nuestra buena reputación, al un-dos- tres-pica pared, al escondite (o esconderite) por tenadas y cortes, a la fangoterapia en las pecinas burlando las siestas estivales, a la artesanía del palero especializada en instrumentos de viento, a la locura del repisado de pajares elásticos y polvorientos, al juego de las minas con teas a la cera, al salto entre las llamas de los palitroques  en la peña de la Ermita, a la ilusión de los Reyes Magos, al asalto de los perdones de El Pilar en Cantarranas, a la celebración de la Noche Buena con aquellos postres tan esperados ( peras asadas, castañas, mandarinas -¡¡¿¿!!- y un mordisquito de turrón), a regocijarnos en la cocina bien templada al azar del parchís versus la oca, al arte de  romper pellas de madreña en los hielos invernales,  a la caza de grillos, al descubrimiento de nidos, al recitado de poesías, a la pesca de cangrejos en Huntoria, a los tesoros de casco de botella y flores primaverales enterrados misteriosamente, a partirnos el culo en los resbaladeros, a simulacros eróticos (lo decíamos cucar y entraba en la categoría de hacer cosas feas), a revolcarnos en los montones de hojarascas otoñales, a terciar en lides urinarias (1), a sortear la nieve y el barro caminando sobre zancos, a gozar de la nieve en la pendiente de la Cortina, a aprender a silbar con dedos o a labio partido, a aprovechar el rebusco en huertas y praos de la fiesta, a escuchar los cuentos del tío Faustino en la vecera, a tirar los cohetecillos de “la abuela” entre las piernas de l@s moz@s que bailaban pegadit@s en el prao , a asaltar los frutales, a recolgarnos en el tope de aquellos carboneros fatigados, a recoger por terraplenes carbón de cock para alimentar la estufa de la escuela durante la invernía, a inflar ranas mediante paja “cular”, a transformar los tábanos de la trilla en forzados helicópteros atravesando su abdomen con una paja adecuada, a hacer pendientes con piñas de cerezas, a asar patatas y cebollas del rebusco o del latrocinio mientras descuidábamos la vigilancia del ganado, a invadir los sembrados de garbanzos o titos (redondos o cantudos, más gustosos), a emular a reptiles e insectos atrapando con la punta de la lengua, de uno en uno, los granos de trigo verde sin mojar  la piedra sobre la que los extendíamos, a degustar acedas y carneros, a apurar la mermelada de las garamitas sin topar con las semillas, a fabricar alfileres extrañamente abstractos colocando sobre los raíles de la vía pinchos de las alambradas, a sacar provecho de bodas y bautizos con la captura de caramelos, paciencias, bolitas de anís y sobre todo perrinas y perronas, a echar unas caladitas de “caliqueños” manufacturados artesanalmente a base de hoja de patata y papel de periódico, a fabricar habanos con raíces porosas de chopo, a  aprender a beber por botijo y por porrón, a fabricar bufones lo más ruidosos posible, a esperar gozosamente los ejercicios de Tinieblas de Semana Santa para dar la matraca y volver loca la carraca,  a gozar y temer los monstruos del Carnaval (el torico, la mulita y los guirrios), a tener ingenio con destreza digital para cruzar las cuerdas en imaginarias figuras, a releer aquellos cuentos de calleja tradicionales que coleccionaba cuidadosamente Carmen la de Angelina, a alegrar las veladas a la carta (la brisca, el burro, las siete y media, el desconfío…), a cazar pardales con cepos colocados sobre los abonos, a descubrir fósiles en la Sierra, a explorar entre estrecheces y “aventurosamente”  la cueva de la Cantera, a chapotear en los charcos a toda cachusca, a batallar con bolas y competir con muñecos de nieve, a retozar en las viejas cocinas de campana, a ensangrentarnos con pringue de moras, a entretejer “gatos” con los juncos de Valdubieco, a practicar el parapente en las eras desplegando el abrigo al fuerte viento, a coleccionar saltipajos en Socarrera o por los Canteros, a admirar la magia de las luciérnagas, a asustar a los renaguéis de Traslacañada, a depredar hierros para adquirir las chucherías de los cacharreros  ambulantes, a disfrutar de las cuervas o de la destrezas para hacer clavos del hojalatero de Fresnedo al que la viejas llamaban Señor Componedor o Señor Gobernador, a emocionarnos con el paso de los meriteros y más si acampaban en el cañín de Traslacañada, a cultivar la papiroflexia de aviones, barcos o pajaritas, a trabajar la pellizorra del gocho hasta conseguir un globo digno de alabanza, a celebrar la matanza del cerdo con su calducho, sus mondongos y chumarros hechos a la plancha de la cocina económica, a matar el tiempo  (mejor dicho, gozarlo) con el corro la patata, a base de los cien metros lisos a la pata coja, al toque del  marro picantón, con los juegos de   Antón Pirulero, la gallinita ciega y otros entretenimientos de viejas infancias…

Lamento que los roles de género me hayan privado de saber saltar a la comba, de manipular las tabas con los reflejos a tope o confeccionar moñas de trapo. No fuimos capaces de trasgredir osando morder el fruto del bien y del mal, lo que nos hubiera permitido abrir los ojos para ver lo que había más allá del edén machista. Dicen que no eran tiempos.

¿Es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor? Ni tanto ni tan calvo. Pero tal vez no estaría mal revisar las pautas de comportamiento de la actual niñez digital y virtual, cada vez más alejada de la realidad, climatizada, de invernadero, infeliz fuera del consumo, atacada de los nervios de la inmediatez, con escasas defensas frente a la adversidad o el fracaso, embotada por tanto derecho absoluto, anémica de responsabilidades, de longeva inmadurez, justificadamente egoísta, inmune al agradecimiento, presa su imaginación dentro de los barrotes de las pantallas, devota fervientes del selfi, especie de homínidos a un teléfono pegados, embebida en los video-juegos en vez de entregada a los juegos de ver, hablar, tocar y correr, más interesada en descubrir las maldades de la pantalla que en inventarse sus propias y personales diabluras… Afortunadamente todas las reglas tienen excepciones.

Ya he contado mis batallitas. He repasado el álbum de mis recuerdos. No os lo toméis a mal: Sí, el abuelo (virtual porque no tengo nietos) ya se ha despachado y se ha quedado como Dios. Por un momento he sacado a actuar en el teatro de títeres al infante (con minúscula) que me ronda  dentro. Alguien del público me ha dicho:

-Yayo, cada vez eres más niño; pero no te preocupes: son cosas de la edad y tiene mala curación.

Los niños en horario escolar acostumbrábamos a aliviar la vejiga urinaria “chorreando” cada uno en un orificio “personalizado” de la pared sur del edificio escolar. Además de puntería habías de hacer esfuerzos para alcanzar potencia en la evacuación y prolongar al máximo la duración. Eso permitía erosionar competitivamente la argamasa del muro. De vez en cuando se procedía al metraje: con una paja se hacía la prospección de la profundidad del agujero estableciendo la tabla