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SOBRE LA GRUPA DE LA MEDITACIÓN

octubre de 2017

El desarrollismo desenfrenado cabalga a lomos del capitalismo especulativo como caballo de Atila por los campos del Mundo Mundial. Nos prometen llevarnos hasta la Tierra Prometida donde TOD@S podremos contar con un perrito bien provisto de las correspondientes longanizas para atarlo. Pero antes de ponernos a desatar el nudo gordiano de esta profecía convendría despejar algunas incógnitas. ¿Son ilimitados los recursos de la Tierra para alimentar este proceso devastador de dinosaurios voraces? ¿Tiene el planeta nervios a prueba de bomba para soportar este estrés de explotación y degradación?¿Podrá el cuerpo terrestre hacer frente a tantas y tan variadas enfermedades simultáneas que afectan a todos sus miembros según el cuadro clínico de la globalización? ¿Con los pulmones, el hígado, los riñones y el páncreas en metástasis qué esperanza de vida le queda a este enfermo sin capacidad ni tiempo de regeneración?

Abordemos el problema por otro flanco. La satisfacción de las necesidades primarias es la base de la pirámide de la felicidad. ¿Tiende este sistema neoliberal a universalizar los bienes fundamentales expresados en la declaración de los derechos humanos o se trata más bien de una economía especulativa que incluso es capaz de jugar con la pobreza, la miseria, la explotación y la enfermedad? El control del mercado de alimentos, la política de las farmacéuticas, la práctica de la deslocalización, la productividad como valor supremo, el negocio de las armas, la utilización de leyes del mercado como Carta Magna, la rapacidad sobre el Producto Interior BRUTO, nos muestran más bien una pirámide invertida. Las sociedades desarrolladas funcionan como oasis perdidos en el gran desierto de la pobreza mundial: sus sedentarios habitantes miman sus fuentes, cuidan sus palmeras, acondicionan sus  haimas y sobre todo velan para que los conductores de caravanas no perturben su paz y menos aún les despojen  de su “bien estar”.

Examinemos ahora cómo es la vida y milagros de los pobladores de esas islas afortunadas y blindadas del océano desértico. En este primer mundo los índices de consumo marcan el nivel del bienestar, instalada la ciudadanía como hanster afanoso en una rueda infernal: la productividad depende del consumo y el consumo sólo se incrementa con la capacidad adquisitiva que descansa en el empleo productivo. Esta economía de vértigo se articula dentro de unos parámetros dogmáticos  que la aproximan a los credos religiosos: el bien-estar y por ende la felicidad será nuestra si cumplimos fielmente los mandamientos del consumo por encima de todas las cosas. La razón del ser es tener y, si no fuera posible, aparentar que se tiene . Esta nueva religión se predica desde los púlpitos de la publicidad, cuenta con sus fiestas sagradas, se redime en los confesonarios de los psiquiatras y se testimonia con los selfis.

Esta máquina de los dioses cuenta con un juego de engranajes dentados  de muy diferente amplitud circunferencial. Las ruedas pequeñas han de girar a gran velocidad si no se quieren ver fuera del sistema. El gran capital no tiene prisa: puede aguantar años sin invertir o hacerlo a ritmo lento si las condiciones no le son favorables: pongamos que la ciudadanía se obstina en elegir un gobierno que pretende limitar sus beneficios. El pueblo a veces se ofusca como niño encaprichado y hay que abrirle los ojos y darle un baño de realidad. Sin duda el paro y la pobreza social suele ser un ben escarmiento.  Pero no cabe la desesperanza: hay una tierra prometida más allá de los ajos y cebollas de Egipto. Cierto es que por medio hay un desierto: salarios indignos, precariedad laboral, recortes sociales y alguna que otra pérdida de derechos. La leche y la miel tienen un precio y aunque sea caro estamos dispuestos a pagarlo. Nos han dicho los santones y episcopos que es de obligado cumplimiento la adoración del becerro de oro si queremos entrar en el reino de los bienaventurados. Salarios de miseria, condiciones de esclavitud, pobrezas múltiples son tolerables y aceptables si nos permiten participar en alguno de los ritos o ceremonias del culto consumista. En esta arquitectura socioeconómica las cúpulas pueden seguir acumulando peso de riquezas, sabedoras que descansan sobre unas trompas sumisas de consumidores enajenados.

Compuestas por un cuerpo social desproporcionado, falto de defensas y medicado sin control, y por una ánima guiada más por el instinto que por la razón nuestras sociedades son madres fecundas de engendros más o menos deformes y en gran medida desequilibrados. Se le exige al individuo un estado permanente de estrés para cumplir las expectativas que él y sus conciudadanos marcan como mínimo vital para formar parte de la aristocracia feliz. Se han de trabajar las horas precisas para disfrutar del bono mercantil que nos permita acceder a los lugares comunes y a las ceremonias de obligado cumplimiento tal como establece el catecismo de la posverdad consumista. Antes cualquier degradación que ser excomulgado de la comunidad de la beatitud oficial.

Ciertamente libre es cada uno de bautizarse y confirmarse en el culto que le plazca, pero encuentro en una gran masa de creyentes del fervor consumista que se comportan más bien como okupas que no propietarios de su hogar personal. No escogen sus gustos y aficiones a la luz de sus propios razonamientos sino que se limitan a ser colonos de la moda, de las tendencias, de lo que se lleva. Me espanta la expresión consumir cultura, consumir ocio, consumir información…Cuando se trata de sentir, de disfrutar, de sintonizar, de descubrir, de contactar, de enriquecerse en una palabra. Si creo que es grave esta enajenación de la intimidad, mayor desastre me parece situar nuestro centro de gravedad fuera de la base de nuestro edificio. El derrumbe es inexorable. Así funcionan quienes para consolidarse en su autoestima necesitan el contrafuerte de la opinión ajena, el reconocimiento de nuestra modernidad o nuestra pertenencia a una tribu por parte de los otros. Vestimos, actuamos, nos expresamos  no para comunicar nuestra identidad sino para ser detectados, ser clasificados y a ser posible ser admirados. Lo importante son las apariencias, la imagen que damos, el mercado en que cotizamos.

Esta necesidad permanente de aprobación y reconocimiento de la comunidad de consumidores para ser alguien digno de mención implica en primer lugar una constante tensión interna:  las aguas nacidas de nuestra corporeidad y psique únicas no fluyen espontáneamente  por el cauce que nos abre la vida sino que se ven constreñidas y forzadas por las canalizaciones que establece el mercado. Quieres, pues, lo que quieren que quieras. Y en este reajuste y domesticación se pierden inmensas energías y se ganan importantes desequilibrios. Por otra parte la exigencia de estar pendiente de los referentes externos para mimetizar nuestros comportamientos nos impide orientar nuestras miradas hacia nuestro interior para calcular con cierto rigor el caudal de nuestros personales valores y necesidades. Sólo esta introspección nos permitirá adecuar los márgenes de nuestros deseos de modo y manera que nuestro río descienda plácidamente entre torrenteras y remansos.

Este nuevo monoteísmo global de la mercantilización especulativa evangelizado desde todos los poderes fácticos tiene sus tabernáculos y basílicas en las grandes urbes, todas ellas con prestigiosos e imponentes iconos que proclaman los fastos de una liturgia reservada a una casta levítica manifiesta o torticeramente ungida para desentrañar los oráculos del futuro. El pueblo de Dios y del Demonio está allá abajo siguiendo el rito que les marcan. Y saldrán de aquellos templos y se verán abocados a unas calles ensordecedoras, eléctricas por el tránsito y el tráfico, cargadas de contaminación…Un ecosistema definido por el cemento, el vidrio y el plástico, prisionero de la cadena trófica del petróleo, afectado de inmunodeficiencia, en estado terminal por incapacidad de regeneración. Y el homo sapiens exilado del entorno natural que lo había llevado hasta la racionalidad intenta por medio de mil y una deformación sobrevivir adaptándose a un medio hostil. Por eso su constitución cada día más deforme precisa de prótesis químicas que lo mantengan en pie: somníferos, relajantes, ansiolíticos, drogas sintéticas y sintetizadas, medicamentos de toda índole y condición, terapias variopintas e incluso extravagantes.

¿Y si desandamos el camino de esta civilización insostenible y nos reubicamos en los parámetros que regulan el planeta Tierra? Pongamos que nos volvemos a incardinar en el ciclo vital de la naturaleza terrestre: recuperamos el paisaje como telón de fondo del escenario natural donde no sólo representamos sino que vivimos nuestras comedias y nuestras tragedias. Podemos intentar volver a aquellas necesidades primarias, elementales, regidas por nuestro acontecer personal, razonablemente al alcance de nuestras manos y de nuestro corazón. ¿Y si abandonamos la revolución de los motores y las velocidades AVE y el frenesí de las pantallas y nos proponemos cambiar de marcha y circular al ritmo de las aguas de un riachuelo, de los vaivenes de las olas del mar, de las danzas del viento entre las ramas? Conviene inspeccionar nuestras fronteras, construir fortalezas en los flancos vulnerables, y sobre todo no caer en la tentación de la tierra quemada. Podemos dejar que el tiempo transite lentamente por nuestras venas, que el olor a pino contagie el fondo de nuestros pulmones hasta violentar el diafragma, que un blanco nuclear bloquee todas nuestras pantallas. No importa que el silencio nos erice la piel, que no haya ni cobertura ni Wi-Fi en el área circunscrita de nuestro espíritu porque no nos dolerá la soledad. Probemos a que la mirada se nos torne cóncava para vernos por dentro, para sentirnos en nosotros mismos como un  latido cósmico. Démonos tiempo para que la masa madre nos esponje , el horno esté para hacer bollos y la miel nos dore las hojuelas.

Sócrates llamaba a este modus vivendi sabiduría, las prácticas orientales giraban y aún gravitan en las órbitas del yoga. Hoy y aquí, recuperando los principios monásticos medievales, lo denominamos meditación. Conviene tener en cuenta que estas terapias son amarres para retenernos al borde del precipicio. Es un ejercicio de pirueta para activar  el freno antes de que patine la neurona. Supone simplemente un bocado de embridaje para nuestro caballo personal o colectivo desbocado. Esto es supervivencia; pero los humanos debemos aspirar a la dignidad de la vivencia en consonancia y comunión con el resto de seres vivos. Es preciso que como le ocurriera a Saulo de Tarso la verdad revelada nos apee de la montura  y entendamos que no es a Damasco a donde debemos dirigirnos  sino al altiplano de La Paz. La flecha sólo alcanzará la diana  del equilibrio y la felicidad si al tensar la cuerda no deformamos el cuerpo del arco. Nos jugamos los gozos olímpicos.