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Erase que se era… Un Carnaval llamado Antruido…

Las celebraciones de Carnaval en nuestras tierras se conocían con el nombre de Antruido. Sin duda era una de las fiestas del año más esperadas por la mocedad. Suponía todo un frenesí de preparaciones y festejos. Por eso se decía: “Quince días antes y quince después, Antruido es”. Nada más pasar las Navidades comenzaban los preparativos: se habían de construir el “torico” y la “mulita”, que eran los monstruos protagonistas de la fiesta.
El torico, fabricado a base de una especie de angarillas protegidas con bálago y recubiertas con una manta, tenía los atributos propios de su especie: unos buenos cuernos y un hermoso rabo hecho con una ristra de ajos o con una soga rematada en auténtico rabo.. Adornaban el animal unas melenas, un par de esquilones y multitud de cintas de colores recubriendo su lomo. Esta máquina del terror infantil era llevada a hombros por un solo mozo, así que el cuadrúpedo por arte de la magia carnavalesca se transformaba en bípedo.
La mulita era una animalejo más simple construido con una rama en forma de Y. En el tronco principal se le colocaba una especie de cabeza, y con las dos ramas enarcadas y unidas por la parte posterior se diseñaba el espacio para meterse el jinete. Y detrás, un hermoso rabo. Un saco cubría el bicho que iba controlado por dos riendas producto de un par de cintos. La adornaban unas cerlas en la cabeza y unas cintas de colores por el saco que hacía las funciones de grupa.. El supuesto jinete era un ser mitológico y maléfico que relinchaba, propinaba coces y se entretenía en dar rabiscadas a las mozas y paisanas.
Pero esta fiesta taurina tan particular no se podía celebrar sin la cuadrilla. La componían tres individuos disfrazados a guisa de torero, subalterno y banderillero. Iban vestidos con una especie de pijama o monopieza adornada con lazos de colorines, obra maestra de las mozas. Ni que decir tiene que el banderillero intentaba clavar en el cuerpo del torico (entiéndase la manta) unos palos engalanados con lazos rizados que tenían un gancho en el extremo. ¡ Qué banderillas, vive Dios!
Pero aquí no acababa el séquito. Detrás venían los diabólicos “guirrios”: el “pobretón”, los “guarines”, los “gabinos”, la “jirafa” y el “pregonero”.
El pobretón, vestido con ropas desgarradas y un saco de paja al hombro remedaba a aquellos pobres de solemnidad que pedían de casa en casa. Su obsesión era meterse entre las mujeres (si eran mozas, mejor) y resobarlas con aquel saco apestado de piojín o de piojón.

Los guarines eran guirrios parlanchines y simpáticos provistos de guadañas viejas, que pretendían ajustar la siega de los praos a quien se les ofreciera, por lo que solían buscar para sus tratos paisanos o paisanas de mucha labia y con sentido del humor (el tío Ricardo y la tía Tomasa hacían buen juego).Después de cerrado el ajuste se ponían a la faena llevándose por delante cuantas piedras podían enganchar con la guadaña. No faltaba un descanso para afilar la estragada herramienta y dedicar una canción de siega al auditorio. Estas coplas recogían las cosas que estaban de moda o los últimos chismes del pueblo.
Los gabinos eran parejas de auténticos creadores de diabluras atados por la cintura a los extremos de unas sogas largas. Entremezclándose entre el gentío femenino (chavalas, mozas y tías) pretendían “ligárselas”. Y si la cosa se liaba y acababa en revolcón, no pasaba nada porque era Antruido.
La jirafa. Disfrazado con un saco lleno de lana que hacía de ancas, el cuerpo cubierto con una manta rayada de la era, un palo forrado para simular el largo pescuezo que sujetaba una cabeza de cabra tocada con trapos diversos. Era la atracción de los rapaces. Tras ellos corría mientras agitaba locamente la cabeza.
Cerraba el cortejo el pregonero. Iba con la cara pintada de blanco y vestido elegantemente con una torera monopieza adornada con lazos. Una corona engrandecía su cabeza. Mientras hacía el paseíllo se entretenía tocando un tambor también engalanado.

La verdad es que si el nombre de Antruido nos recuerda el Entroido gallego, este personaje estrafalario nos lleva a pensar en el Carnestoltes catalán. Así pues nos encontramos en las más puras raíces románicas de esta “Piel de toro”.
Una vez acabada la función, toda la comparsa se retiraba al portal de la casa de un vecino de confianza, y allí se quitaban los disfraces y descansaban un poquitín animados por el trasiego de la bota. A continuación, provistos de un saco, un par de cestos y una vara de balsa verde con la punta bien afilada iniciaban la ronda recaudatoria por todo el pueblo.

Mientras rondaban de casa en casa entonaban o desentonaban ( ¡ qué más daba si era Antruido! ) la consabida copla:

Denos huevos y torreznos
y dinero para vino,
pa mantener a esta gente
que traemos de camino.

En el saco echaban los chorizos, los huevos en el cesto y los trozos de tocino (alias torresnos) los pinchaban en la vara de balsa. Si alguna paisana era roñosa y los despachaba con cajas destempladas, muy cariñosamente la despedían con estos versos divinos:

Esta tía tiarrona
que no nos quiso dar nada
tiene las enaguas rotas
y la camisa cagada.

Estos festejos se celebraban durante tres días: domingo, lunes y martes. Era costumbre visitar los otros cuatro pueblos de las Arrimadas y la Devesa. Algún año de más animación se llegaba a La Ercina, Fresnedo, Sobrepeña o Lugán. Al domingo siguiente se hacía la subasta al mejor postor del tocino recaudado que generalmente se repartía en dos lotes.
Llegado el sábado se celebraba LA GRANDONA, una cena-fiesta para toda la mocedad. En una cocina grande, que solía ser la de la tía Matilde o la de la tía Marina, las mozas preparaban el menú con los “materiales” colectados en la ronda petitoria y lo que se había comprado en Boñar con los dineros de la subasta y otras donaciones. De primer plato alubias blancas con chorizo, picantillas por cierto, para que la jarra de vino circulara con cierta fluidez. Después tortillas de patata y de chorizo acompañadas con algo de jamón si había habido la suerte de recaudar algo en los pueblos visitados. Para terminar café de pota bautizado con orujo o “caña” Ponía la guinda la copa de coñac Domecq. Como eran otros tiempos, las mozas fregaban la cacida, y los mozos contaban cuentos y chistes…Después todos a bailar hasta el amanecer. Había que desbravar antes de entrar en el ayuno y abstinencia cuaresmales. La fiesta se terminaba con una chocolatada empapada en pan tostado. Y como ya tocaban las campanas a misa, no quedaba tiempo para más. Se habían acabado las celebraciones de Antruido.

El espíritu fiestero que anidaba en la mocedad del Antruido no ha caído en saco roto. Las imágenes de la diana de los Remedines que ilustran estos textos, nos demuestran que el patrimonio genético sigue vivo, y comienza a reverdecer el viejo tronco. Quizás un día los personajes y monstruos del viejo Antruido vuelvan a recorrer nuestras calles, diabólicos y frenéticos, simpáticos y juguetones. Si febrero no nos deja, tal vez agosto nos lo permita. Aquí queda un reto.