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Tradiciones > LA HILA - La cabra de San Bartolomé

Creo que fue en una de las primaveras del año de mil novecientos veintitantos, cuando en una de las reuniones de la “hila” o “filandón, uno de los más asiduos contertulios, refirió una historia que por lo extraño de los acontecimientos rayaba en lo sobrenatural. Los hechos venían sucediendo en el monte de San Bartolomé de Rueda, en los limites con el de Garfín, en el Ayuntamiento de Gradefes, a unos cuatrocientos metros de la carretera, que entonces era solamente un pésimo camino de carros. Se trataba de un fenómeno muy singular, fenómeno que nadie podía explicarse a qué obedecía, y que se venía produciendo a partir de una fecha fija. Paso a relatarlo.
En cierto lugar del monte y en una campera bastante extensa, donde en otro tiempo había existido una gran corraliza para encerrar el ganado ovino y caprino, y de la que ya solamente quedaban unas ruinas requemadas por el sol y el fuego, al llegar la madrugada, y siempre antes de ser de día, se oían una serie de balidos, a veces muy tristes y prolongados, así como el «beeee», «beeee» de alguna cabra u oveja herida o mordida por el lobo; un lamento infinitamente triste, como si estuviera en la agonía, un «beeee» de ultratumba, una inmensa queja llena de dolor y de dulzura al mismo tiempo, como de alguien que estuviera purgando un delito horrible, cuyo castigo considera justo y que al mismo tiempo que se queja por lo tremendo del mismo, da humildemente las gracias al ser que se lo proporciona.
Este fenómeno tan extraordinario, fue oído por primera vez por un vecino del citado pueblo de San Bartolomé de Rueda, que se dirigía desde este lugar al de Garfín, por un atajo que cruza por delante de dicha corraliza. Iba nuestro hombre montado en su caballo, ya cerca de la madrugada, y al llegar a pocos metros de los restos de la citada corraliza, oyó un alarido estremecedor, una especie de balido triste, pavoroso, varias veces repetido y multiplicado por el eco de una a otra cima del monte.
Le parecía que salía de allí, de aquellas ruinas que él tenia ante su vista, iluminadas por una luna primaveral, sin una mancha en el firmamento; pero no lograba, no podía definir el lugar exacto de donde salía, ni tampoco distinguir animal o cosa alguna que tal gemido pudiera producir, a pesar de esforzar su vista y oído en busca de aquello que tanto le había sobrecogido.
Presa de un enorme pánico, espoleó a la caballería con el fin de pasar de largo y a toda prisa; pero aquella se plantó y no hubo manera de hacerla seguir hacia adelante; al contrario, dio media vuelta y salió disparada hacia el pueblo del que había salido, yendo a pararse finalmente, a la puerta de la casa en la que se celebraba la «hila», en la que todavía permanecían en tertulia, algunos de los mozos más trasnochadores.
Al oír el ruido del animal, salieron a ver qué era lo que pasaba, encontrándose con nuestro buen hombre, sin sombrero, pálido y desencajado, al que no le era posible pronunciar una sola palabra, a causa de su tremenda excitación.
Una vez que se hubo recobrado, y confortado con unas copitas de orujo, que le proporcionaron, con frases entrecortadas, les fue dando cuenta del suceso; claro, que ninguno le deba crédito, pero era tal la excitación y el grado de veracidad que parecían tener sus palabras, que, provistos de luces, garrotes y escopetas, marcharon todos hacia la corraliza; es decir: todos no, todos menos el protagonista, que dijo que no volvería a pasar por aquella senda en todos los días de su vida.
Llegados al lugar en cuestión, y ya de día, a pesar de que exploraron concienzudamente el interior de las ruinas de la corraliza así como el entorno de las misma, no lograron hallar ni escuchar nada extraordinario, aunque sí creyeron notar algo así como un fuerte olor a azufre, en un lugar cuyo ambiente propiamente debería estar impregnado de aroma de rosas, de las que en aquella época se hallaban rebosando los campos que les rodeaban.
Los comentarios en el pueblo fueron para todos los gustos, saltando muy pronto a todos los pueblos de los alrededores.
Pasaron los días y ya casi se había olvidado la gente de los sucesos anteriores, cuando, al cabo de unas semanas, dos mozos de Garfín que se dirigían a San Bartolomé, oyeron en las ruinas de la corraliza en cuestión, unos balidos o lamentos semejantes. Cagados de miedo salieron de estampida, y llegaron al pueblo sudorosos y jadeantes, con un pánico tan tremendo que no había forma de calmarlos. Y entonces fue cuando las gentes comenzaron a investigar, preguntando a los más ancianos de los pueblos del entorno y llegó a conocerse la siguiente historia:
La corraliza en cuyos alrededores se escuchaban los balidos expresados, había pertenecido a un señor de otro pueblo algo distante, el cual tenía un gran rebaño de cabras y ovejas, las cuales se hallaban al cuidado de un pastor contratado, nada recomendable, que una vez recogido el rebaño, bajaba a cenar y a dormir al pueblo de San Bartolomé, volviendo al día siguiente a sacarlo a la salida del sol.
Ocurría con bastante frecuencia que, como había estado por la noche de parranda con otros compañeros, no siempre acudía a sacar el rebaño a pastar a la hora conveniente.
Alguien del pueblo pudo observar que tales anomalías se repetían con bastante frecuencia, poniéndolo en conocimiento del dueño, el cual acudió un día a hacerle una visita cuando el descuidado pastor menos lo esperaba y se lo encontró durmiendo plácidamente a la sombra del redil, con el rebaño encerrado dentro, pasada ya la mitad de la mañana.
Como era de esperar, el enfado del dueño se volcó sobre el desaprensivo pastor, estando a punto de llegar a las manos, marchando después el dueño echando sapos y culebras por la boca y quedando el pastor rumiando la áspera reprensión recibida, jurando para sus adentros tomar sonada venganza.
Ocho, diez, veinte días más tarde y antes del amanecer, un vecino de San Bartolomé, observó un gran resplandor en el monte, y creyendo que estaría ardiendo, reunió al resto de los vecinos a toque de campana. Se dirigieron todos al lugar en que parecía que se hallaba el incendio y quedaron asombrados al darse cuenta de que no era el monte el que ardía, sino que lo que estaba ardiendo y a punto de consumirse era la corraliza con el rebaño de cabras y de ovejas en el interior de la misma. Los balidos que aún se escuchaban entre un montón de escombros, eran aterradores, pero no pudieron hacer ya nada para salvar del fuego ni una sola res.
Quemada la puerta de entrada, que quedaba en la parte más baja del edificio, el sebo derretido corría ladera abajo como un río de llamas y al apagarse éstas e irse solidificando el combustible, al enfriarse, quedó por toda aquella pradera un enorme plastón de sebo fundido, espeso y blancuzco, que ocupaba varios centenares de metros cuadrados, y dentro del redil el informe montón de cabras y ovejas, en número no inferior a dos mil, completamente carbonizadas; tan nauseabundo y fuerte era el olor, que en mucho tiempo no fue posible acercarse a la corraliza abrasada.
Avisaron al dueño del ganado el que al llegar y encontrarse con todo el rebaño achicharrado, creyeron que iba a volverse loco. Una vez calmado, procedió a dar parte a la Guardia Civil, culpando al pastor como persona más sospechosa, pero el pastor manifestó haber pasado toda la noche durmiendo en la posada sin haber salido de ella hasta la hora en que, como los demás vecinos del pueblo, había marchado a ayudar a apagar el incendio.
No hubo manera de probar absolutamente nada en contra suya, por lo que no hubo otro remedio que declararle inocente y ponerle en libertad. En la mente de la mayoría era firme la creencia de que el pastor había sido el culpable, aunque también había quien apuntaba la posibilidad de que tal hecho criminal hubiera podido ser efectuado por algún otro vecino, ya que por ser el rebaño tan enorme y difícil de controlar por una sola persona, además de comerse los pastos, a veces se desmandaba, penetrando en huertas y en fincas particulares.
Pasaron los días y con el paso de éstos, el pastor comenzó a palidecer de una manera alarmante, de tal suerte que al cabo de los seis meses de aquella aciaga mañana de primavera, parecía que habían pasado para él más de diez años, sin que nadie pudiera saber cuál era la clase de enfermedad que le aquejaba; «remordimientos de conciencia», decía la mayoría de las gentes, y… justamente un año después, en la misma fecha y casi a la misma hora en que se había producido la quema de la corraliza con el rebaño dentro, apareció muerto en su casa nuestro pastor; su color había quedado entre gris terroso y negro, como si estuviera carbonizado: del mismo color con que habían quedado las ovejas y las cabras achicharradas en el incendio de la corraliza.
La imaginación de las gentes se desbordó. Desde entonces y de una manera unánime, se creyó sin lugar a dudas que el autor de la quema y muerte de aquellos inocentes animales, había sido el pastor, como venganza por la bronca que le había echado el dueño del ganado, al hallarle durmiendo a las once de la mañana, en un día de primavera, con un sol verdaderamente esplendoroso.
También, y justamente un año más tarde de su muerte y aproximadamente también a la misma hora, fue cuando aquel vecino de San Bartolomé, oyera por primera vez aquellos tristes balidos, aquellos lamentos de que hemos hablado anteriormente.
Pasaron los años y estos balidos, estos ¡beeee! ¡beeee!, siguieron repitiéndose, siguieron oyéndose durante varias décadas, sobre todo y de una manera más continua al llegar la primavera y a partir de la fecha que tuvo lugar el incendio. A los montes de San Bartolomé siguieron acudiendo gentes de todos los pueblos de la comarca y aún de pueblos más lejanos; unos, muchos oyeron los balidos y marcharon atemorizados, otros… no oyeron absolutamente nada y tomaron el hecho a broma, a chirigota, (la verdad era que no se oían todos los días); cada cual hablaba de la feria según le había ido en ella.
Fue en el año de mil novecientos veintisiete, cuando en mi pueblo (Barrillos de las Arrimadas), cansados de oír contar lo de la «Cabra de San Bartolomé», como vulgarmente se le llamaba, decidimos acercarnos a aquel lugar y comprobar si era cierto lo que se decía.Yo acababa de cumplir los dieciséis años y en un sábado del mes de Mayo, después de comer, salimos de Barrillos seis u ocho amigos y , cruzando el monte por atajos y veredas, llegamos a las ruinas de la corraliza quemada, ya muy cerca de la puesta del sol, que en aquella época del año brillaba todavía bajo un cielo azul en el que no se veía una sola nube.
Las ruinas, cubiertas de espesas zarzas y ortigas, de las que emergían trozos de tapia y piedras calcinadas, se hallaban situadas en una campera algo pantanosa a causa de un arroyo que la cruzaba de norte a sur; la campera se hallaba cubierta de flores de todas clases y colores, que exhalaban un sutil y embriagador aroma; era un lugar verdaderamente paradisíaco. De los matorrales de robles que rodeaban el conjunto, destacaban a trechos, unas enormes urces llenas de ramilletes de flores de un color entre rojo y morado; al mismo borde del matorral, mogueras más modestas, pero igualmente cubiertas de flores del mismo color, aunque un tanto desvaído, con capullos diminutos e igualmente perfumados; acá y allá matas de pardalinas rebosantes de brotes, y rosas amarillas; a su lado las carquesas de hojas fuertes y rugosas, y cubriendo todo el suelo, como una espesa alfombra densa y mullida, enormes ajabuchales de un verde purísimo, cuyas ramas se extendían fragantes y lozanas, entre matas de tomillos floridos y exuberantes. ¡Aroma de flores y plantas en una puesta del sol, en el mes de mayo y… en los Montes de San Bartolomé de Rueda!. Después de casi sesenta años, aun me parece estar aspirando aquel suavísimo perfume y contemplando aquella campiña tan alegre y maravillosa.
Pero nosotros íbamos a ver si podíamos escuchar los balidos de «La Cabra de San Bartolomé», así que acampamos en aquellos lugares de ensueño y nos dispusimos a esperar. Transcurrió una hora tras otra, y con el nerviosismo propio del que espera, fue terminándose la noche y llegó la madrugada, y salió el sol y… nada.
¡Qué gran desilusión! Solamente habíamos oído el canto del búho, la onomatopeya de los grillos, los disparos que de cuando en cuando hacían algunos mineros y el ladrido de los perros que acompañaban a otras gentes que, como nosotros, habían ido a satisfacer su curiosidad.
Cuando ya la brisa del amanecer había hecho vibrar las copas de los robles y el sol alumbraba la campera, regresamos hacia el pueblo desilusionados, soñolientos e incrédulos.
Pero… volvimos al sábado siguiente Al igual que en el anterior, nos encontramos con mineros de Sotillos, Olleros, Sabero, La Ercina…, labradores de los pueblos del contorno y algunos de otros lugares bastante más alejados, como Gradefes, Villacidayo, Villanofar…, todos dotados de perros, escopetas…
Corrían las botas de vino entre los mineros. Como en el sábado anterior, hubo broncas, fanfarronadas y disputas. La noche iba transcurriendo exactamente como aquélla, pero… un poco antes del amanecer, allá sobre las dos y media de la mañana, un viento fuerte, y al mismo tiempo cálido y suave, recorrió toda la campiña, haciendo callar, apagando todas las conversaciones… ni una palabra… ni un ladrido…
Al cabo de un par de minutos que a todos nos parecieron horas, llegó hasta nosotros un balido suave y prolongado una especie de gemido, de lamento: dulce al principio, pero lúgubre y con una enorme resonancia al final. Se volvió a repetir al cabo de algunos segundos el mismo viento, el mismo gemido, el mismo ¡beeee!, que parecía interminable. Más tarde y en tono más fuerte, como más doloroso… cual si le estuvieran rasgando las entraña al ser que lo producía, otros varios ¡beeee¡ beeee!, y así una vez y otra vez…
Al principio, algunos mineros dispararon sus escopetas. La verdad es que todos estábamos temblando. A partir de ese momento los balidos se hicieron más fuertes, más desgarradores. Parecía que brotaban debajo de nuestros pies, encina de nuestras cabezas, a la derecha, a la izquierda. Cuantos más disparos hacían… más fuerte, más encorajinado sonaba el ¡beeee!, ¡beeee!, y también más seguido.
Los perros se habían callado al sonar el primer balido, acurrucándose a los pies de sus dueños, y ya no se oía el ulular del búho ni el canto de los grillos ….También las escopetas dejaron de disparar. Así pasaron unos diez…. veinte…. treinta minutos; no lo puedo decir con exactitud, pero a nosotros nos pareció una eternidad.
Por fin, los lamentos fueron haciéndose más suaves, más espaciados, y más dulces, para terminar con una especie de siseo muy tenue, un sssss,., hasta que todo quedó inundado de una paz absoluta. No se volvió a pronunciar una sola palabra. La gente comenzó a desfilar camino de sus respectivos lugares en medio de un silencio… opresivo, casi hiriente.
El sol comenzaba a asomar por encina de las crestas de Peñacorada, las gotas de rocío se matizaban de oro y nácar con los rayos del astro rey, esplendoroso en aquella mañana del mes de mayo, inolvidable, cubriendo de estrellitas brillantes todo la pradera… nosotros, los de mi grupo, así como otros varios, caímos de rodillas, musitando una oración, casi inconscientes de lo que hacíamos, y salimos camino de nuestro pueblo….
Nunca habíamos pasado tanto miedo, nuca un pavor tan agridulce y tan sublime se había apoderado de nosotros. Pero sentíamos un cierto regustillo y una gran satisfacción por haber sido testigos de «AQUELLO», que nadie, que ninguno de nosotros jamás podríamos llegar a explicárnoslo… ¿Sugestión?… ¡NO! Éramos demasiados para haber tenido la misma sensación en aquella madrugada primaveral…
LICINIO RODRÍGUEZ 1983

Nota:
Ofrecemos otra versión de los hechos que provocaron la citada cascada de fenómenos “paranormales”:
Hacia el año 1920, vivía en San Bartolo un hombre llamado Romanón que tenía mujer y cuatro hijos. Se dedicaba a la venta ambulante. Parece ser que el negocio le fue tan bien que llegó a amasar una cierta fortuna. Se compró un rebaño y construyó un corral a un par de kilómetros del pueblo para recoger ovejas y cabras durante la noche.
Romanón era hombre arrogante y caprichoso por lo que pronto empezaron las disputas con los pastores y vecinos del pueblo más próximo, Garfín. En un alarde de arrogancia y prepotencia, el rebaño del comerciante invadía día tras día los terrenos de Garfín. De nada servían los avisos y reproches. Romanón persistía en su intrusismo sin importarle que su rebaño acabara con unos pastos de los que dependían varias familias pobres de Garfín.
Esta actitud desafiante de Romanón colmó la paciencia de un vecino que se decidió a tomar venganza. Aprovechando la noche, se encaminó hacia el aprisco donde se encontraba la majada. Enseguida empezaron a ladrar los perros y de vez en cuando se oía algún balido. El corral estaba cerrado a cal y canto, pero el hombre no necesitaba entrar… le prendió fuego desde fuera. Rápidamente las llamas se propagaron y ardió todo el corral con los animales dentro: cabras, ovejas y perros…
Se le echó la culpa a Romanitos, un pobre de Garfín que murió poco después de producirse el incendio, justo cuando comenzaban a ocurrir los fenómenos “paranormales”.
Pedro Neftalí de la Varga, natural de Vega de los Árboles ha escrito un libro titulado «La Cabra de San Bartolomé» que él define como Romance Histórico Leonés. Ofrecemos algunos fragmentos:

La noche envuelve en su manto
el nuevo, orgulloso aprisco
de Romanón… Sueño y calma.

El cielo se ha ensombrecido:
Nubarrones desgreñados
persiguen con desafio
a la luna que huye, huye
por su celeste camino.

Del norte, insistentes llegan
ráfagas de viento frio.
El cárabo y la lechuza,
vigilantes en sus nidos,
musitan torvos presagios
en su lamento fatídico

El ladrido de los perros
denuncian pasos no amigos….
Siente la gente del campo
la curiosidad malsana
ante lejanas tragedias
y ante desgracias cercanas.
San Bartolomé y Garfín
y aldeas de la comarca
acudían temerosas
al lugar, donde «la cabra»
sus espantosos gemidos
lastimeros berreaba.
«La cabra loca», – decían
cuantos del asunto hablaban,
«Cabra no – sugirió alguien
con autoridad probada –
¿No será el grito doliente,
estremecedor, que el alma
en pena de incendiario
por su gran pecado exhala…?
En el lugar en que el crimen
cometió purga la falta».
Siguió un pesado silencio
corto, y los que le escuchaban
asintieron con un gesto,
al tiempo que se signaban.
Gesto que hizo que en pavor
el miedo se transformara.
Dispersos por el repecho
que une el valle a la explanada
de las ruinas, asombrados
se quedaron cuando el alba
somnolienta despertó
con un «berrido de cabra,
imponente…»
Allá en las cuestas
que Garfín del cierzo guardan
surgió el tétrico lamento
que quejumbroso se alarga,
invade el seno del valle,
filtra el quejigal y pasa
la vaguada y el repecho
hasta incrustarse en la entraña
de las ruinas, donde, lento
y agonizante, se apaga.
Un lampo alado, huidizo,
violento y fugaz, le arrastra,
sesgando en su recorrido
hierbas y arbustos y plantas
e infiltrando en los humanos
horror, tristeza en el alma.