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LA SENECTUD

noviembre de 2017

Comienzo pidiendo perdón por utilizar esta palabra con tufo a erudito que mea fuera de tiesto con ánimo de deslumbrar y remarcar sutilmente la ignorancia  de sus lectores-oidores. Pero es que sus sinónimos habituales (vejez, ancianidad, tercera edad) no me “hacían el peso” como se dice en Cataluña. Este palabro latiniparlo me ha parecido que estaba  un poco por encima del bien y del mal, con cierto sabor añejo y con escasa carga emocional. Pero vayamos al fondo del asunto.

Tiempos ha (que cada cual ponga la línea roja donde le apetezca), la veteranía era un grado y la palabra del anciano (también dicho “persona mayor”) era la voz de la experiencia. Se trataba  de tiempos lentos en el discurrir, sin apenas cambios ni acelerones. Hasta el mismo diablo sabía más por viejo que por diablo. Los niños y adolescentes aprendían el oficio en el taller del padre oyendo las consejas y advertencias del abuelo. Las chicas heredaban las recetas de la abuela, tan ricas y tradicionales, y maduraban tempranamente junto a sus madres que no daban puntada sin hilo. Con frecuencia las familias eran sagas gremiales que incluso a veces guardaban secretos de su buen hacer. Esta sociedad patriarcal por su propia naturaleza mantenía una estructura piramidal cohesionada por el respeto, el reconocimiento y el tesoro de la sabiduría acumulada en unos oficios y tareas aprendidos currando al lado de los maestros artesanos o en régimen de autodidacta. Incluso en las categorías superiores existía este legado generacional: los jóvenes leguleyos comenzaban a hacer sus pinitos a la sombra del padre en el despacho fundado por el abuelo, había largas sagas de prestigio en especialidades médicas, las notarías eran frecuentemente hereditarias…

La era postindustrial ha roto buena parte de estos esquemas. Ya nadie va a morir en una sociedad de características similares a la que lo vio nacer. Yo que inicié mis primeros pasos en la educación con un pizarrín en la mano, termino escribiendo mis elucubraciones en un ordenador, me carteo por e-mail y podría vivir inquietamente al minuto por Wasap o soltar gilipolleces en la aldea universal a través de twiter, instagram o facebook. Lo que yo he ido aprendiendo a lo largo de mi vida, mis experiencias en un mundo que ya no existe, no sirven (o eso parece) para mi  hijo. Mis coordenadas y parámetros ya no aparecen en los mapas mentales captados por los drones de las nuevas generaciones. Lo nuestro les parece viejuno, deslocalizado en tiempo y lugar, y recibido refractariamente y a veces hostilmente por ser concebido como una intrusión o acoso en su modus vivendi según  la modernidad: nosotros somos demasiado lentos, un tanto dinosáuricos, montados sobre engranajes contraindicados para estas velocidades, atemorizados por el poder de las máquinas, un tanto prisioneros de relaciones atávicas…

Si se nos escapa algún reproche no tienen empacho en respondernos que ellos están aquí porque nosotros hemos querido, que ellos no pidieron presentarse…Y no les falta parte de razón: en general son hijos “queridos”, mientras que para nuestros  abuelos los hijos eran venidos y sobrevenidos por capricho de Dios con la ayuda del descontrol humano. Cierto es también que los hijos por nosotros han sido engendrados, pero han nacido para sí mismos.

También nuestra generación dio un giro importante a la sociedad de nuestros padres: rompimos tabús sexuales, iniciamos en mayor o menor grado una nueva estructura familiar, abandonamos la resignación para luchar por una vida más enriquecida y abierta, abrimos nuestras perspectivas personales a ámbitos sociales y solidarios, el mundo hippy y ye-yé llenó de color aquella España en blanco y negro con unos grises muy grises y mucho grises. Pero siempre reconocimos la buena voluntad de nuestros padres, su generosidad para que tuviéramos mejor vida que la suya, preocupados (nosotros) por no herir sensibilidades (o hacerlo en el mínimo grado) al trazar nuestro proyecto vital diferenciado y asumiendo prácticamente en exclusiva las obligaciones y retos que comportaba nuestra opción. Por encima de puntos de vista bastante dispares conservamos en general una consistente ligazón y sintonía emocional que nos  comprometía a mirar por su cuidado y bienestar. Nos sentíamos en deuda sin pasarnos por las mientes la alegación de derechos para desentendernos de sus avatares. Tal vez nuestros mayores veían en la descendencia una cierta inversión y garantía para su futuro: muchos l@s mandaban  a trabajar con temprana edad en vistas a engrosar  los ingresos familiares y confiaban (porque lo entendían como un derecho) que los hijos (más bien las hijas) les atenderían llegados a mayores.

Hoy estamos en otra onda. Hoy los hijos nos miran por encima del hombro en muchas cosas, propias de las nuevas tecnologías digitales y virtuales. En cierta medida no necesitan de nosotros y en aquello que necesitan tienen la sensación de que es un derecho indiscutible en su forma, extensión y temporalidad. Y quien usa un derecho, no tiene porqué agradecer nada a quien tiene la obligación de hacerlo posible. Así vemos abuelos cargados de nietos por encima de sus posibilidades y sin razones de estricta necesidad. Contemplamos jóvenes que no pelean por su emancipación, que aceptan resignados salarios de miseria porque les basta para sus vicios ya que los gastos de manutención corren a cargo de la pensión de los viejos. No son pocos los milenials que programan sus vidas sin contar con nadie, pero no tienen ningún empaque en acudir a la caja de pensiones cuando las cuentas no cuadran sin ocuparse (y menos aún preocuparse) de si hay liquidez. No se contempla que los yayos también tienen derecho a darse alguna alegría, a descansar después de toda una vida dura de trabajo, a descargarse de ciertas responsabilidades que ya no son de su pertenencia.

Tenemos los padres la obligación de abrir un camino a los hijos. Tienen los hijos derecho a trazar su ruta vital. No podemos ni debemos aspirar los padres a que los hijos renuncien a sus proyectos para atender nuestras necesidades del modo y manera que nosotros queramos. Tendremos que amoldarnos a lo que sea posible y gestionar nuestros bienes para intentar  financiar nuestras dependencias sin ser gravosos a los hijos ni complicar sus vidas. Pero que los hijos de vez en cuando nos expresen algún reconocimiento, que muestren su deseo y satisfacción de compartir con nosotros algunos momentos, que se sientan orgullosos de sus raíces, que no nos pierdan de vista, que acepten benévolamente nuestro deterioro… ¿sería mucho pedir?