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LA HILA O FILANDÓN

Durante las largas noches de invierno en los pueblos de nuestra tierra se hacían reuniones en la cocina de alguno de los vecinos, buscando siempre que la pieza tuviera suficiente capacidad para albergar a bastante gente y sus dueños gozaran de probada paciencia para aguantar dichos y bromas, a veces un tanto pesadas. En Barrillos y sus alrededores las llamábamos “hilas”, aunque el nombre más generalizado era el de “Filandón”. Aquellas veladas se alargaban hasta cerca de la madrugada, en aquellas noches invernales, con las calles y tejados cubiertos de nieve, pendiendo de los verales unos churretes de hielo duro y que a la luz de la luna brillaban semejando enormes puñales retorcidos..
Y no vayan ustedes a creer que a la «hila» acudían solamente chavales, mozos y mozas, también había personas mayores que no se la perdían, de no ser por fuerza mayor, pues aunque la noche fuera verdaderamente de «perros», nunca faltaban ni la tía Baltasara, ni la tía Marcelina, la tía Matilde…con la particularidad de que éstas solían traer de su casa el correspondiente asiento, ya que como ellas iban un poco más tarde, al llegar se encontraban con que ya no había escaño, escañiles, banquetas o tajuelas suficientes para todas las personas allí reunidas.
Cosían las unas, hacían medias y refajos las otras; algunas provistas de sus cardas, nos amenizaban con el continuo «ras» «ras», sonido producido al rascar una carda contra la otra.
Este instrumento, se compone de dos tablas, con su correspondiente mango, provistas en una de sus caras por una numerosa serie de púas o alambres de hierro, que en una de dichas tablas eran ligeramente más movibles que en la otra.Al hacer que rocen entre sí, limpian, deslían la lana que se ha puesto entre ambas, lana que solía proceder del propio rebaño, dejándola lista para poder pasarla a la rueca, de ésta al huso y así realizar el hilado, acción ésta tan común y de la que seguramente le vendrían a estas reuniones el nombre de «LA HILA».
Hasta la segunda década del mil novecientos, éstas faenas se hacían a la mortecina luz de un candil llamado de «lucilina», por ser éste el combustible que consumía, candil que, provisto de su correspondiente «garabato» de alambre, se colgaba del «rejero» o sea de una tablilla estrecha, con muescas para poder ponerlo más alto o más bajo, según las dimensiones de la habitación que pretendía alumbrar. El «rejero» se hallaba pendiente de una de las negras vigas de la cocina, y el candil se esforzaba por extender su amarillenta y mortecina luz, así como su nube de humo, a todo lo largo y ancho de la citada pieza.
Así, con éste género de alumbrado, cosían y cardaban aquellas señoras de los tiempos de mi niñez y adolescencia, como poco a poco la vieja hilaba y como iba pasando la lana de las cardas a la rueca, de la rueca al huso y de la mazorca que en éste se iba formando, al «gorgoto».Seguidamente las hábiles manos de la tejedora, provista de cuatro agujas de «hacer media», dejaban listos y a disposición de sus beneficiarios o clientes, un par de calcetines o un par de medias en cada velada.
Los que nada teníamos que hacer, amenizábamos la velada leyendo novelones, de aquellos de Manuel Fernández y González, Alejandro Dumas, Xavier de Montepín o del más contemporáneo, Luis de Val, los cuales eran escuchados con verdadera atención por lodos los asistentes que, a veces, dejaban escapar unas lagrimitas o esbozaban «pucheritos», de acuerdo con la emotividad de la narración y su personal sensibilidad.

Pero lo que más nos entusiasmaba, eran los cuentos y leyendas que solían contarnos los más ancianos. Generalmente relatos o cuentos de cosas sencillas, aunque algunas eran más intelectualizadas y las relataban en verso, tales como la Historia de Carlo Magno y los doce Pares de Francia (traída de América por la tía Baltasara), Gerineldo, La Dama de Arintero… y desde mil novecientos veintitantos “La cabra de San Bartolomé”.
(Licinio Rodríguez)

 

 

* Fotos del Diario de León