Eres valiente. Olímpicamente
VALIENTE.
La barcaza aquella era un desastre
y a remo partido volviste a puerto
a reparar el casco y las heridas.
No te habían hundido las tormentas
y menos aún estabas resignada
a vararte sobre la arena en desconsuelo.
Hiciste duelo porque la piel en carne viva
no la atienden en urgencias,
se cura ella sola con el tiempo y la amnesia.
Y un buen día al rayar el alba
rompiste amarras y enfilaste la bocana:
te esperaba la alta mar,
abiertos de par en par los horizontes.
Luciendo pechos adolescentes,
desplegados al viento tus cabellos,
dejaste que te acariciaran otras brisas,
que la ola atrevida te rozara con sus besos
de proa a popa hasta
dejar una estela en la mar.
No temas que tu palo aguante vela blanca
y se pose tu corazón en lo más alto
como una gaviota alborozada.
Si te topas con piratas
no dejes de decirles
que se metan huesos y calaveras donde les quepan;
pero si divisas las pateras
acércate y les cuentas
que también tú estuviste a la deriva,
perdida en aguas de nadie;
lánzale a su desespero
lo único que tienes (vas ligera de equipaje por si acaso):
el viejo salvavidas
para que puedan alcanzar las playas
donde ojalá buena gente sin fronteras
los reciba en acogida.